Héctor Alonso López
Y esto del llanto
fingido es otro aspecto sumamente importante en este asunto del llorar. En
opinión de Séneca, no solamente sucede que el llanto es muchas veces fingido,
sino que, además, es casi siempre una forma de ostentación.
No nos es
suficiente con sentirnos tristes o experimentar dolor, sino que queremos que se
sepa, a tal punto que, desaparecido el público, desaparecen también el llanto y
la pesadumbre: «muchos –escribe– derraman lágrimas para que se les vea y tienen
los ojos secos siempre que falta un espectador (...) tan profundamente está
clavado este mal: el estar pendiente de la opinión ajena, que incluso la cosa
más simple, el dolor, llega a simularse.»
Esto no es siempre
así, desde luego, ni creo yo que sea intención de Séneca afirmarlo, pero es
verdad que lo es en no pocas ocasiones.
Lo que, hablando en general, se busca
en ese caso (al margen de otros objetivos concretos, tan múltiples como
diversos) parece bastante obvio: granjearse fama de sensible y de sentido, lo
que no es sino uno de los múltiples rostros de la vanidad y de la estupidez.
Pero la estupidez
siempre consigue sorprendernos, y así se da el caso de que quien comenzó
llorando por fingimiento y cuento, acaba, finalmente, por creerse su propio
llorar. No debemos sorprendernos: la necedad, como todas las artes, cuenta con
su propio plantel de virtuosos.
La Rochefoucauld,
que es un experto en descubrir tales talentos, no podía defraudarnos tampoco en
esta ocasión: «Hay llantos –observa– que a menudo nos engañan a nosotros mismos
después de haber engañado a los demás.» Hoy Apure no lo vio llorar lo vio
fingir.