Tanto por euforia como por disforia el amor se hace presente (o ausente) en nuestra vida cotidiana a través de preguntas que en su gran mayoría no tienen respuestas y, cuando aparecen, enturbian el pensamiento y manosean las emociones porque como decía Blanchot “la respuesta es la desgracia de la pregunta”.
Al amor no hace falta entenderlo y mucho menos explicarlo. Pero claro, cuando las emociones preguntan, el cerebro, que es un órgano demasiado obediente cuando de confundir se trata, busca desesperadamente el alimento de la razón ahí donde el entendimiento no tiene nada que hacer.
Y hay preguntas para todo, para los estados de máxima tensión, de mínimo cariño, de ausencias cortas y de presencias interminables. De oídos sordos, de palabras mudas y de lágrimas dulces. De sábados sin nadie, de domingos molestos y de recuerdos infelices. De proyectos chinos, de amantes en riesgo y de melancolías peligrosas.
Preguntas. Veamos algunas:
¿Por qué me dejaste?
¿Cómo puede ser si el mes pasado me hablaste de las vacaciones?
¿Un tiempo para qué?
¿Y si no es?
¿Cómo se lo digo?
¿Desde cuando estás sintiendo esto?
¿Cómo que ya no me amas?
¿Te gusta otra persona?
¿Tú te estás viendo con alguien?
¿Y ahora qué hago con todo este amor?
¿Le gustaré?
¿Me vas a querer para siempre?
¿Nos pasa lo mismo no?
¿Tú dices que está bien que le llame?
¿Por qué no me atiendes?
¿Podrías ser más respetuoso y contestar no?
¿Cuándo llegará ese amor?
¿No éramos el uno para el otro?
¿Y si todo esto es un sueño?
¿La espero a la salida del trabajo?
¿Por qué no puedo parar esta desconfianza?
¿Te llenaron la cabeza no?
¿Cómo me dices eso si ayer la pasamos bárbaro?
¿Ya no te gusto verdad?
¿Por qué no me lo dijiste antes?
¿Desde cuándo lo sabes?
¿Con quién lo hablaste?
¿Por qué no vas solo?
¿Qué te dice tu psicólogo?
¿Lo hablaste en terapia?
¿Por qué no podemos estar bien?
¿Tu mamá te llenó la cabeza no?
¿Tú estás conmigo porque no te puedes mantener ni estar solo?
¿De qué quieres hablar?
¿Vas a ir sola?
¿Esto es definitivo?
¿Por qué no lo piensas mejor?
¿Para qué quieres que te espere?
¿Y si te arrepientes?
¿Tú me viste cara de pendejo?
¿Cómo que no vas a venir?
¿Dónde te metiste?
Ah, ¿no te llegó?
Si lo dejo, ¿dónde voy a ir?
¿Ya te vas?
¿Quién te crees que eres?
¿Puedes venir por favor?
¿Entonces me la estuviste jugando?
¿Por qué ya no me amás?
¿Por qué ya no te amo?
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Al amor no hace falta entenderlo y mucho menos explicarlo. Pero claro, cuando las emociones preguntan, el cerebro, que es un órgano demasiado obediente cuando de confundir se trata, busca desesperadamente el alimento de la razón ahí donde el entendimiento no tiene nada que hacer.
Y hay preguntas para todo, para los estados de máxima tensión, de mínimo cariño, de ausencias cortas y de presencias interminables. De oídos sordos, de palabras mudas y de lágrimas dulces. De sábados sin nadie, de domingos molestos y de recuerdos infelices. De proyectos chinos, de amantes en riesgo y de melancolías peligrosas.
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¿Por qué me dejaste?
¿Cómo puede ser si el mes pasado me hablaste de las vacaciones?
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¿Cómo que ya no me amas?
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¿Y ahora qué hago con todo este amor?
¿Le gustaré?
¿Me vas a querer para siempre?
¿Nos pasa lo mismo no?
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¿La espero a la salida del trabajo?
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¿Por qué no puedo parar esta desconfianza?
¿Te llenaron la cabeza no?
¿Cómo me dices eso si ayer la pasamos bárbaro?
¿Ya no te gusto verdad?
¿Por qué no me lo dijiste antes?
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¿Con quién lo hablaste?
¿Por qué no vas solo?
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¿Por qué ya no me amás?
¿Por qué ya no te amo?
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