En América Latina ha habido numerosos conflictos que muchos consideraban, en su tiempo, insolubles. Solo para referirnos a tres de los más notorios, el de Nicaragua, El Salvador y Colombia, los cuales lograron, después de años de guerras civiles, acuerdos con base en unas negociaciones asistidas por Estados que mediaron para construir una salida a un conflicto cruento, que ninguna de las partes enfrentadas podía esperar vencer en el campo de batalla.
La situación en Venezuela es diferente, porque si bien ha sido un conflicto cruel, hasta ahora, no se ha convertido en una guerra civil. Sin embargo, las diversas crisis que azotan al país no serán superadas si no hay acuerdos para adoptar las medidas requeridas para detener lo que puede calificarse, desde ya, como un hundimiento inexorable hacia niveles de pobreza tales, que dificultarían de manera grave la propia viabilidad de nuestra nación.
Atravesamos hoy por una crisis humanitaria, política, social, económica, financiera y moral, que solo podrá ser superada si las partes entienden que no es un lado del barco el que se está hundiendo, sino su totalidad.
Muchos podrían pensar que al gobierno le convendría que haya lo que en inglés se llama soft landing, es decir una salida que le permita no desaparecer para siempre del escenario político nacional, pero eso sí, no pueden -o no deberían- seguir dilatando todo intento de solución pacífica, basado en acuerdos reales, garantizados por la comunidad internacional.
Del otro lado otros podrían pensar, que a la oposición le conviene que se restablezca el orden democrático y se ponga fin a la persecución política e ir a unas elecciones presidenciales confiables, bajo supervisión y garantías internacionales.
Lo cierto es que pareciera que ni el gobierno ni la oposición pueden por si solos evitar el naufragio y deben juntos tratar de enrrumbar el barco hacia la solución definitiva. Sin acuerdos sobre las duras medidas que habrá que tomar es imposible una recuperación. Es evidente que se requerirá un alto grado de consenso, si no con todos, por lo menos con una importante mayoría comprometida con un programa de reestructuración integral.
Es obvio que está tarea no es fácil de cumplir, la polarización ha hecho estragos en el país y estamos sumidos en una visión maniquea de la realidad, por lo que cada uno de los bandos enfrentados no ve en el otro a un adversario político, sino a enemigos irreconciliables.
Si queremos salvar a Venezuela de la mayor catástrofe de su historia hay que necesariamente sentarse a una mesa y tratar de formular acuerdos viables que permitan encontrar la senda de la racionalidad para transformar de una vez por todas al país con acciones concretas e inmediatas, que generen confianza en la población de que si se puede salir de esto en paz.