LA MÚSICA Y LA INCLUSIÓN SOCIAL
Héctor Alonso López.
Cuando Alberto Arvelo estrenó en 2005 Tocar y luchar mostró los diferentes expresiones de un proyecto musical que desde 1975, había madurado a través de la incorporación de niños y jóvenes a un sistema de orquestas que iba más allá de la ejecución musical para convertirse en un proyecto vital y creador de carácter individual y colectivo. Poner de relieve esa característica tan medular del sistema nacional de orquestas infantiles y juveniles constituyó su mayor virtud como documental. Seis años después, Arvelo avanza un poco más en Dudamel, el sonido de los niños al presentar dos vertientes expositivas de un mismo discurso cinematográfico. Por una parte, la brillante carrera de Gustavo Dudamel, originada a partir del sistema, y la multiplicación de la experiencia venezolana en otros países del mundo, por la otra. Esa visión global, integradora, envolvente, se levanta como el mayor atractivo de la película.
Lo individual y lo colectivo se hallan conectados a través de una montaje muy eficiente que logra articular de manera equilibrada ambas expresiones. La escena en que el músico larense -que no ha llegado a los treinta años de edad- confiesa que ha cumplido su sueño al conducir la Filarmónica de Berlín, abre la compuerta para mostrar las distintas experiencias que El Sistema -como lo llaman- ha multiplicado en los niños de espacios tan particulares, desde el punto de vista cultural, como Bolivia, Corea, Estados Unidos, Alemania, Escocia, Colombia e Inglaterra. En tales países, la reproducción de la iniciativa venezolana ha incorporado a cientos de miles de niños y adolescentes a un circuito musical y humano que los ha sacado de los fatídicos terrenos de la marginalidad. Hay una escena medular cuando los niños de estas manifestaciones locales interpretan, en sus respectivos espacios, el Himno a la Alegría. Cambian los rasgos étnicos y lingüísticos, culturales y fisonómicos, entre un barrio de Los Ángeles y un otro de Cartagena, entre una población de Corea y otra de Bolivia, pero la música se convierte en el lenguaje común de todos y la ejecución en sus instrumentos para borrar fronteras.
En apenas ochenta y cuatro minutos, el film se desplaza entre personalidades como Simon Rattle, Plácido Domingo, Daniel Barenboin, John Williams, Rubén Blades y Quincy Jones, hasta miles de rostros infantiles anónimos integrados al sistema. Un conjunto de propulsores como Richard Holloway, ex-obispo de Edimburgo y fundador del sistema en Escocia, Deborah Borda, la presidente de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, y José Antonio Abreu, fundador de este proyecto de alcance universal, dimensionan la trascendencia de la franquicia venezolana más exitosa de todos los tiempos, la cual, por añadidura, mantiene su carácter cultural y social.
La película formula un planteamiento muy claro: el derecho de los niños al arte y a la música. Un derecho muy parecido al de acceder a un sistema educativo que les permita emerger desde la desigualdad social o a disfrutar la estabilidad emocional de una familia. Esta circunstancia se fortalece aún más a través de la superación de los límites del entorno social que implica la incorporación al sistema de orquestas. También propone la transformación de la educación formal para ofrecer caminos de integración. Las críticas que algunos niños hacen a su escuela en Los Ángeles o en Cartagena son manifestaciones de una insatisfacción generada por las fragilidades de las instituciones de educación. La idea que subyace en el film es que los individuos y sus entornos deben y pueden cambiar, gracias a la creación.
En una escena, Dudamel le dice a un niño de Estados Unidos que el tambor suena como su pelota de baloncesto Así la música lo sedujo y lo atrapó para siempre. Para el joven director de orquesta, su salón de clases puede llegar a los 300 alumnos y son 300 personas distintas que tienen que trabajar juntas como un colectivo para lograr su objetivo: transmitir música.
Los alcances de un film como Dudamel, el sonido de los niños, que se estrenará en Estados Unidos a fines de mes, trascienden su apreciación cinematográfica, pero sería injusto olvidar que es el producto de un esfuerzo sostenido en el que participan productores, guionistas, camarógrafos, sonidistas, montadores, músicos y promotores del cine venezolano. Y lo más interesante es que un documental logre atraer la atención de los espectadores.
Héctor Alonso López.
Cuando Alberto Arvelo estrenó en 2005 Tocar y luchar mostró los diferentes expresiones de un proyecto musical que desde 1975, había madurado a través de la incorporación de niños y jóvenes a un sistema de orquestas que iba más allá de la ejecución musical para convertirse en un proyecto vital y creador de carácter individual y colectivo. Poner de relieve esa característica tan medular del sistema nacional de orquestas infantiles y juveniles constituyó su mayor virtud como documental. Seis años después, Arvelo avanza un poco más en Dudamel, el sonido de los niños al presentar dos vertientes expositivas de un mismo discurso cinematográfico. Por una parte, la brillante carrera de Gustavo Dudamel, originada a partir del sistema, y la multiplicación de la experiencia venezolana en otros países del mundo, por la otra. Esa visión global, integradora, envolvente, se levanta como el mayor atractivo de la película.
Lo individual y lo colectivo se hallan conectados a través de una montaje muy eficiente que logra articular de manera equilibrada ambas expresiones. La escena en que el músico larense -que no ha llegado a los treinta años de edad- confiesa que ha cumplido su sueño al conducir la Filarmónica de Berlín, abre la compuerta para mostrar las distintas experiencias que El Sistema -como lo llaman- ha multiplicado en los niños de espacios tan particulares, desde el punto de vista cultural, como Bolivia, Corea, Estados Unidos, Alemania, Escocia, Colombia e Inglaterra. En tales países, la reproducción de la iniciativa venezolana ha incorporado a cientos de miles de niños y adolescentes a un circuito musical y humano que los ha sacado de los fatídicos terrenos de la marginalidad. Hay una escena medular cuando los niños de estas manifestaciones locales interpretan, en sus respectivos espacios, el Himno a la Alegría. Cambian los rasgos étnicos y lingüísticos, culturales y fisonómicos, entre un barrio de Los Ángeles y un otro de Cartagena, entre una población de Corea y otra de Bolivia, pero la música se convierte en el lenguaje común de todos y la ejecución en sus instrumentos para borrar fronteras.
En apenas ochenta y cuatro minutos, el film se desplaza entre personalidades como Simon Rattle, Plácido Domingo, Daniel Barenboin, John Williams, Rubén Blades y Quincy Jones, hasta miles de rostros infantiles anónimos integrados al sistema. Un conjunto de propulsores como Richard Holloway, ex-obispo de Edimburgo y fundador del sistema en Escocia, Deborah Borda, la presidente de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, y José Antonio Abreu, fundador de este proyecto de alcance universal, dimensionan la trascendencia de la franquicia venezolana más exitosa de todos los tiempos, la cual, por añadidura, mantiene su carácter cultural y social.
La película formula un planteamiento muy claro: el derecho de los niños al arte y a la música. Un derecho muy parecido al de acceder a un sistema educativo que les permita emerger desde la desigualdad social o a disfrutar la estabilidad emocional de una familia. Esta circunstancia se fortalece aún más a través de la superación de los límites del entorno social que implica la incorporación al sistema de orquestas. También propone la transformación de la educación formal para ofrecer caminos de integración. Las críticas que algunos niños hacen a su escuela en Los Ángeles o en Cartagena son manifestaciones de una insatisfacción generada por las fragilidades de las instituciones de educación. La idea que subyace en el film es que los individuos y sus entornos deben y pueden cambiar, gracias a la creación.
En una escena, Dudamel le dice a un niño de Estados Unidos que el tambor suena como su pelota de baloncesto Así la música lo sedujo y lo atrapó para siempre. Para el joven director de orquesta, su salón de clases puede llegar a los 300 alumnos y son 300 personas distintas que tienen que trabajar juntas como un colectivo para lograr su objetivo: transmitir música.
Los alcances de un film como Dudamel, el sonido de los niños, que se estrenará en Estados Unidos a fines de mes, trascienden su apreciación cinematográfica, pero sería injusto olvidar que es el producto de un esfuerzo sostenido en el que participan productores, guionistas, camarógrafos, sonidistas, montadores, músicos y promotores del cine venezolano. Y lo más interesante es que un documental logre atraer la atención de los espectadores.