Mucha tinta se ha
gastado en la prensa colombiana, con su correspondiente espejo en la
internacional, en decir que Iván Duque es la ficha de Álvaro Uribe para retomar
el control político. Colombia, polarizada, se debate entre los uribistas que lo
califican orgullosamente como el delfín y los anti-uribistas que lo califican
como la marioneta. Lo cierto es que se pierde el tiempo viendo solamente hasta
donde alcanza la nariz, sin fijarse en el concierto internacional. Pero eso es
un mal mundial.
Lo
determinante en Duque no es la influencia antioqueña de Uribe sino la del
establishment de Washington. El nuevo presidente colombiano cursó la
maestría en Derecho Internacional de The American University y la de
Gerencia de Políticas Públicas de Georgetown University, ambas instituciones
ubicadas en Washington DC. Más adelante, trabajó en el Banco Interamericano de
Desarrollo, cuya sede también está en la capital estadounidense. Es decir, de
sus 42 años, ha pasado quince en esta ciudad, en donde mantiene un piso
desde 2014.
Esos
son solo datos públicos, pero que no pasan por alto en el centro del poder
occidental. Nunca había habido en Colombia un presidente tan del agrado de
Estados Unidos como Duque. La Casa Blanca dará a la nueva Casa de Nariño todo
el apoyo que necesite para alcanzar sus metas, desde el crecimiento económico
hasta la pacificación real del país con un acuerdo de paz con la guerrilla de
las FARC que respete el derecho a la justicia de las víctimas y la
desmovilización de otros grupos irregulares. En ese sentido, lo que más le
interesa a Estados Unidos sigue siendo, como desde hace más de treinta años,
frenar el tráfico de drogas hacia su territorio.
Un problema de
seguridad nacional para el Tío Sam
Venezuela
es un problema de seguridad nacional para Estados Unidos. En la política real,
lo que sucede al norte del sur ya no es un tema solamente de Derechos Humanos.
El explosivo cóctel de la dictadura venezolana tiene como
ingredientes fundamentales el dominio de los mayores factores
anti-occidentales (Rusia y China) sobre las mayores reservas de petróleo
del mundo, en un país cuya ubicación geográfica lo convierte en la pista de
despegue perfecta para el narcotráfico dirigido hacia EE.UU. y Europa, creando
rutas de la droga que son aprovechadas por el terrorismo islámico que se
desenvuelve con la tranquilidad gracias al poder del Cartel de Los Soles.
La
cereza de ese cóctel es la crisis migratoria como consecuencia de una población
que huye despavorida y a pie si es necesario, expandiéndose desde Canadá hasta
Argentina sin distingo.
En
el Congreso de Estados Unidos se habla de Venezuela en estos términos. En
la Casa Blanca también. Donald Trump, en su primer discurso ante la Asamblea
General de las Naciones Unidas, estableció lo que para Washington es el nuevo
eje del mal: Venezuela, Irán y Corea del Norte, todos amigos entre ellos.
Aunque Trump, particularmente, cambia de opiniones, no suele
hacerlo de objetivos.
En
materia internacional, el tema de Corea del Norte está encauzado, aunque
todavía no se haya resuelto. En este momento, EE.UU. está fajado con Irán, que
no compra la estrategia que viene usando Trump desde siempre en los negocios y
que ahora usa en la política: mostrarse tan agresivo al comienzo de la
negociación para que su rival termine sentándose y acordando un
precio aceptable. Lo compró Kim, pero Khamenei todavía no. Ese es “el arte
de los negocios” de Trump.
Por
ahora, Teherán resiste el embate trumpista. A Venezuela le han
aplicado el mismo arte, pero Maduro no tiene bombas atómicas, por lo que
felizmente para él pasa a segundo plano hasta que se resuelva el caso persa. La
Casa Blanca tiene el plato lleno, por lo que el caso criollo se lo encarga a su
hombre en Sudamérica, Iván Duque, quien cuenta con todo el apoyo de los
sistemas usuales estadounidenses para cubrirse de gloria. ¿Lo logrará?
La
historia es cíclica. En los 60 el tirano Rafael Leonidas Trujillo se las vio
negras con Rómulo Betancourt. Ahora, el tirano Nicolás Maduro se las verá
negras con Iván Duque.